Opinión

Vicky, periodista entrenada para ladrar sin causa

Andrés Franco desnuda a la periodista que cayó de la cima, se destruyó por el odio, que se inmoló en medio de la obstinación. Tampoco se salva el Espectador. Cartilla para periodistas.

Andrés Franco*/Opinión El Pregonero del Darién

«Me da mucho pesar en lo que terminó convertida Vicky Davila . Tampoco es que haya sido una periodista excepcional, pero sí fue una buena periodista. No la mejor, no la peor. Tenía una trayectoria suficiente, un reconocimiento ganado y una credibilidad que, al menos, le alcanzaba para sostener un lugar digno dentro del oficio.

El primer aviso de lo que vendría lo vimos en la presidencia de Juan Manuel Santos. Esa periodista rigurosa empezó a dar pasos desesperados y en falso, que terminaron con la exposición de un video íntimo entre dos hombres adultos que nada tenía que ver con la supuesta “comunidad del anillo” que ella misma denunció.

Ese cuento —porque para mí fue eso, un cuento— nunca se demostró con un informe serio, con pruebas claras ni con una investigación sólida. El único material que apareció fue ese video, y de ese capítulo salió un profesional destruido y un núcleo familiar entero roto.

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Aún recuerdo a la esposa del exviceministro dándole un apoyo que Vicky Dávila le arrebató sin contemplación. Qué entereza la de esa mujer. En ese mismo gobierno, Santos pidió la cabeza de Vicky y ella salió con un proyecto que nunca triunfó: “Vicky Dávila Digital”. Un intento de periodismo “independiente” con credibilidad ya deteriorada y un impacto mínimo en la audiencia que consume comunicación alternativa.

Hasta que llegó a la dirección de Semana. Y creo que ahí algo dentro de Vicky se quebró. Nunca sabremos exactamente qué fue. Podremos suponer muchas cosas, pero es evidente que estar tan cerca del poder cambia a cualquiera. No me refiero al dinero —ya todos sabemos de dónde proviene la familia de su esposo— sino al poder en su estado más corrosivo.

El problema de darle poder a un periodista irresponsable es que se vuelve incontrolable. Es como darle un megáfono industrial a un niño bulloso: ya no preocupa solo el ruido, sino el daño.

Con Semana ocurrió eso. Le entregaron un arma con demasiada potencia a alguien que ya venía en declive. Lo que siguió fue una revista hundida en sesgos, falta de neutralidad y una objetividad inexistente. Y en el gobierno de Duque quedó más que claro lo que pasa cuando pones a una persona resentida al frente de un medio nacional.

Semana tras semana, Vicky perdía credibilidad. Artículos sin verificar, narrativas amañadas, titulares fabricados, noticias que bordeaban lo falso y otras que seguramente lo eran. Un deterioro lento, pero irreversible.

Cuando anunció su candidatura, quise darle el beneficio de la duda. Pero lo único que encontramos fue a la misma Vicky que ya conocíamos detrás de un micrófono, solo que ahora sin filtros, sin controles, sin editor y sin nadie que le frenara su impulso visceral. Una candidata que confundió hablar duro con hablar claro.

El resultado fue evidente: una Vicky incorrecta, más llena de odio que de propuestas, más movida por resentimientos que por proyección, más interesada en señalar que en cuestionar.

Y la misma ultraderecha que tanto defendió la usó como carnada: la mandaron de avanzada mientras cocinaban un candidato al que sí iban a tomar en serio. La dejaron expuesta, sola, y la sacrificaron dejándola que se quemara al sol de sus propios desaciertos.

Muy lejos quedó la Vicky que ganaba premios Simón Bolívar por su rigurosidad. Hoy solo vemos a una señora escandalosa y bullosa, a la que nadie le cree, que pasó de ser investigadora seria a convertirse en un perro de ataque entrenado para ladrar sin pausa.

Andrés Franco

Y aunque no perdió la credibilidad de un día para otro. La fue entregando, pedazo por pedazo, cada vez que eligió el ruido sobre la verdad, el show sobre la evidencia y el poder sobre la responsabilidad. Y lo peor es que, en ese camino, también perdió algo que ningún premio podrá devolverle: el respeto de la gente.

Pero todos conocemos a Vicky, y sabemos que defenderá su postura hasta el final. Así son los periodistas: obstinados, tercos, aferrados a su versión hasta que la verdad los obliga a corregir.

El problema es que Vicky ya no es periodista. Sus motivaciones ya no pasan por la ética, ni por la rigurosidad, ni por el mínimo compromiso con la verdad.

Y en esa cruzada personal —vacía, rencorosa y torpe— quedamos quienes alguna vez la admiramos, viendo con pesar cómo se destruye a sí misma, cómo se inmola por la chispa de su propio ruido… y todo, tristemente, en televisión nacional».

El descache de El Espectador

Un estudiante de periodismo entra a hacer prácticas en El Espectador  y, durante meses, fabrica noticias falsas usando inteligencia artificial. Burla los filtros de su jefe directo, de los redactores, de los editores e incluso del editor en jefe. Cuando finalmente lo descubren, ya es demasiado tarde: le toca al director salir a dar la cara y pedir disculpas por semejante desastre periodístico. El episodio confirma lo que muchos sospechábamos: el periodismo serio en este país está en manos de muy pocos profesionales y de un puñado de medios realmente rigurosos. Que un joven de la Generación Z —nativo digital y con las IA casi tatuadas en el ADN— logre saltarse todos los controles de un periódico nacional puede sonar gracioso, pero es inquietante. Lo que cuesta entender es cómo logró publicar durante meses contenido fabricado, sin sustento periodístico, sin fuentes confiables y sin el mínimo rigor técnico.

Y aunque es loable que el director haya salido a pedir disculpas —porque no estaba obligado a hacerlo—, este incidente solo evidencia algo que viene pasando hace tiempo: el oficio se está llenando de profesionales que confían más en la facilidad del software que en la disciplina del reporterismo. Los periódicos y revistas se parecen cada vez más a portales de chismes: obsesionados con el “des-influencer” del día, con el nuevo escándalo de Westcol, con el marido número trece de Aida Merlano, o con la última cirugía de Yina Calderón. Todo en función de likes, tráfico y visitas. Todo al servicio del algoritmo. Y mientras tanto, lo único que debería importar —la verdad— queda relegado a un segundo plano.

En eso terminamos cuando el periodismo trabaja para complacer una red social y no para honrar su propósito, porque cuando el periodismo se arrodilla ante el algoritmo, la verdad queda huérfana.

*Tomado del perfil de Andrés Franco.

Wilmar Jaramillo Velásquez

Comunicador Social Periodista. Con más de treinta años de experiencia en medios de comunicación, 25 de ellos en la región de Urabá. Egresado de la Universidad Jorge Tadeo Lozano

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