Pocos fenómenos generan tanto estupor, en unos casos, y terror, en otros, como la muerte. No es el único, por supuesto: la pobreza extrema, las enfermedades crónicas, ciertas formas de soledad, entre otros, son condiciones de la vida que nos ponen al límite de la resistencia anímica. Con todo, la muerte es otra cosa: el silencio absoluto, el vacío que se extiende de extremo a extremo por la eternidad y más allá, si ello fuere posible. No en vano, ese sentimiento de temor se halla a la base de muchas religiones, y de la cristiana en particular, con su promesa de continuación, sin interrupciones, de la vida que se deja aquí y ahora. En Oriente es otra cosa, más humana a mi modo de ver, porque se entiende que el fin es solo el paso para un nuevo comienzo, que perecer es dar transitar a una nueva transformación en el interminable ciclo de la vida.
En fin, que ese fenómeno tan rotundo e inobjetable que es la muerte induce en nosotros un valioso sentido de respeto, que se extiende incluso a quienes no son cercanos a nuestros afectos, a quienes desconocemos tanto como a quienes directamente no queremos. Por ello resulta comprensible que el fallecimiento del ministro Carlos Holmes Trujillo suscite las condolencias y muestras de solidaridad de todo el espectro político y social, de sus partidarios lo mismo que de sus adversarios. En vida somos radicalmente diferentes, tan diversos como diferencias hay incluso entre dos gotas de agua, pero en la muerte somos tan uniformemente iguales como un único y vasto silencio y vacío. La muerte nos humaniza de una cierta manera que la vida no logra.
Pero los sentimientos de condolencia y solidaridad frente a la muerte no pueden suponer Tabula Rasa frente a la historia de vida, que en el caso de Holmes Trujillo es vasta y no precisamente decorosa. Política de carrera, aliado del poder desde su juventud, elogiado incluso por Pablo Escobar, pieza clave del engranaje uribista, excanciller incendiario y exministro de defensa encubridor, el suyo no es un curriculum vitae que incite la simpatía generalizada, más bien al contrario. Dado un expediente tan largo, basta solamente con revisar su actuación como ministro de defensa, cargo en el que destacó por encubrir deleznables actuaciones de las fuerzas militares y policiales, así como por mostrar indiferencia, por decir lo menos, respecto a las víctimas de las mismas, al igual que respecto al asesinato de líderes sociales.
Nada más llegar al Ministerio de Defensa, el 16 de noviembre de 2019, le tocó afrontar el paro nacional del 21 del mismo mes, con las movilizaciones más masivas que se habían visto en décadas. ¿Su solución? Militarizar la capital y sembrar el terror con supuestos (e infundados) informes de violencia urbana para suprimir manu militari las protestas pacíficas. Por el camino fue asesinado el joven Dylan Cruz, y su actitud fue la de tapar en primer lugar, controvertir el dictamen de Medicina Legal, después, y finalmente obstruir las labores de la justicia, de manera victoriosa por demás. A los dos meses estalló el escándalo de las chuzadas y persecuciones a líderes políticos, sociales y de opinión por parte del Ejército, y también aquí comenzó evadiendo, y luego entorpeciendo, el proceso judicial: a la fecha no hay ni sospechosos, ni mucho menos imputados y juzgados, y ni se diga que el ejército no ha ofrecido perdón por acciones propias de Estados totalitarios (¿signo de que Colombia lo es?). Tampoco le tembló el pulso para minimizar el rebrote y crecimiento imparable de las masacres en el país, las cuales redujo a la etiqueta descafeinada de “asesinatos colectivos”, así como hizo caso omiso, una y otra vez, del asesinato sistémico de líderes sociales, que nuevamente llevan el sello de origen de este gobierno. Por último, para resumir, está la masacre de 13 personas en Bogotá, entre el 14 y el 21 de septiembre del año pasado, en medio de las protestas tras el asesinato, a manos de la policía, del abogado Javier Ordoñez. En este último caso no vaciló en defender a la Policía Nacional frente a la evidencia audiovisual contundente (¡la realidad miente!), y en felicitar a la Institución, en un acto de desprecio sin mácula por el dolor ciudadano. En este pequeño párrafo se encubren cientos y aun miles de muertes, no solo una (la suya), además del miedo y el dolor que se han extendido por todo el país, por la suya fue una democratización del miedo: lo llevó hasta las entrañas de las ciudades, algo inaudito en este ya bastante surreal país.
Así que sí, la suya es una muerte que, como todas, invita a la solidaridad y la empatía, pero que con la misma razón, motiva a no olvidar las otras que, en número de cientos y miles, se sucedieron durante su administración. Una sola muerte representa ya un gran dolor para alguna familia y conjunto de amigos, y así todas las que en conjunto, durante su administración se sucedieron, significan una gran dolor para todo el país, entre otras cosas porque son motivadas por grupos interesados en que las cosas no cambien, en que Colombia no pase la página de la guerra, en que la vida siga siendo algo sin valor.
Ya que en su vida no se dedicó a defender la de los demás, que su muerte sea el motivo para que, en una reconciliadora ironía del destino, la vida de cada colombiano adquiera la importancia que nunca debió perder. Un primer paso para ello sería que el gobierno, por fin, dé pasos serios en conseguir las vacunas que se necesitan para proteger a la población del Covid-19, virus que se ha llevado a uno de los suyos. Para que su existencia tenga un sentido más allá de sus acciones pasadas, hay que relievar también las de las más de 52.000 personas que han muerto en Colombia por esta pandemia humanamente inducida. Por el contrario, si el gobierno insiste en decretar el duelo por el fallecimiento de Holmes mientras se mantiene indiferente respecto a la de los demás, la de los muertos por el virus tanto como los de las masacres y líderes sociales, seguiremos manteniendo una catastrófica circularidad hipócrita, que se conmueve por encima con la muerte mientras maltrata por debajo la vida. Si Duque y su gente no rectifican, sin no convierten la tragedia en ocasión para un nuevo contrato social, seguiremos viviendo en un país de muertes diferenciales.