Por: Adrián Vásquez Quintero*- Especial para el Pregonero del Darién
La historia política marcha a dos velocidades: una lenta, pesada, insoportablemente aburrida, y otra rápida, condensada, en la que los acontecimientos se suceden como si quisieran compensar el sueño interminable que los ha precedido. La larga Edad Media, por señalar un ejemplo, fue un extenuante periodo de inmovilidad política general, determinado por un orden doble de poder claramente establecido: la nobleza terrateniente dueña y señora del dominio terrenal, económico y político, basado en la propiedad de la tierra y el arte militar, al tiempo que la iglesia reclamaba para sí el dominio del mundo espiritual, de los pensamientos, creencias y expectativas de la población. Por el contrario, con la llegada de la edad moderna, de la revolución industrial y el comercio mundial el tiempo lento se disolvió y pronto nuevas fuerzas sociales desbarataron el orden establecido: la revolución francesa, la disolución del sistema de estamentos y la reforma agraria coronaron esos tiempos de agitación y abrieron las puertas del mundo moderno, en Europa y luego en todo el mundo.
En Colombia estamos viviendo algo parecido en la actualidad. Durante décadas, los acontecimientos sociales y políticos se sucedían con tediosa lentitud, el dominio doble de la iglesia en los asuntos espirituales, y de grupos financieros, empresariales y terratenientes en los asuntos terrenales, se mantenía a sí mismo sin cambios evidentes, al tiempo que la violencia, la más permanente de las manifestaciones sociales del país, hacía creer a la mayoría de la población que todos los problemas se reducían al de la guerra, y que las desigualdades se resolverían cuando uno de los bandos (el del Estado, por supuesto), resolviera el conflicto con su victoria.
El uribismo, como movimiento político e ideología, fue la expresión máxima y definitiva de aquel estado de cosas pesadamente lento y militarista, y su ocaso marca el fin de estos tiempos. No hace mucho tiempo, menos de dos décadas, el dominio de esta corriente era incontestable, y la guerra parecía ser lo único de que hablar y lo único en que podía pensarse. Hoy esa forma de ver las cosas, que persiste en un sector (por fortuna) minoritario de la población, se desvanece rápidamente, como cae la luz cuando el sol se pone por el occidente. El uribismo alguna vez lo fue todo, y ahora no es más que un espectro.

¿Qué ha pasado? Cambios de magnitud semejante a los que propiciaron el fin de la edad media se ha sucedido en el mundo, y han empezado a sacudir a Colombia también. A nivel demográfico, lo que está sucediendo es un envejecimiento irreversible de la población mundial y nacional: el número de nacimientos cae y la población envejece. Esto implica que para un porcentaje cada vez mayor de la población los problemas de ingresos y salud se convierten en necesidades inobjetables: cuando uno se hace mayor los cuidados de salud aumentan, y también la necesidad de ingresos para atenderlos y para vivir decentemente. Luego vienen los problemas de la seguridad social y la dependencia demográfica: como Colombia no tienen servicios sólidos de salud gratuita y universal, ni seguros de vejez y desempleo como en los países europeos, y como muchos adultos mayores no pudieron ahorrar para asegurar una pensión, el esfuerzo de sostenimiento de este segmento poblacional recae en sus hijos, que también envejecen y, a su vez, se deciden a no tener hijos ellos mismos. Y luego viene, por último, el problema económico: para sostener a sus mayores, las nuevas generaciones necesitan de un empleo y una fuente de ingresos estable y digna, y eso es lo que no hay ni en Colombia ni en el mundo, y lo que está haciendo dinamitar el orden establecido, aquí y más allá de nuestras fronteras.
Para Colombia el problema es claro. El país se ha desindustrializado, los empleos estables en el sector industrial, que antes garantizaban la estabilidad familiar, desaparecen rápidamente, y como recambio las élites apostaron a la única carta de las industrias extractivas: el petróleo, el carbón, el oro y pare de contar. Pero estas materias primas tienen fecha de caducidad y están muriendo por el ascenso de las energías renovables, que desploman los precios del petróleo y el carbón, y luego su producción, y por tanto los empleos e ingresos de las familias y el Estado; también se caen por la conciencia creciente de que hay que cuidar y proteger el planeta y los recursos naturales ante la amenaza irrefutable del cambio climático, por lo que no es viable explotar los recursos naturales que aún le quedan al país.
Y así llegamos a la actual situación, en la que el modelo económico extractivo ha llegado a su fin, los empleos industriales se han desvanecido y las cifras de desempleo e informalidad laboral se disparan, especialmente entre los y las jóvenes, que son los que, como se señaló, deben asumir sobre sus hombros la responsabilidad de la existencia de sus mayores y la suya propia. Y pasa algo con estos jóvenes desesperadamente necesitados de trabajo y sin esperanza de encontrarlo, y es que son muy listos. La nuestra es la generación mejor preparada de la historia de Colombia, la que ha adquirido un nivel de educación mayor y se encuentra, además, muy conectada con todo el mundo a través de los medios digitales. Es una generación mucho más inteligente y preparada que sus anteriores, y que no encuentra oportunidades en el mundo laboral. Resultado: es la generación más inconforme, más informada, más políticamente activa y la enterradora del uribismo.
Para sacar a Colombia de la desastrosa situación de pobreza, atraso y exclusión en que se encuentra, hay que dar un giro de timón al modelo económico: hay que apostar por las nuevas tecnologías y la inteligencia artificial (en las que los jóvenes se encuentran más preparados y capaces), hay que poner a producir la tierra y hay que dejar atrás el capítulo nefasto y bochornoso de la guerra, y el uribismo representa todo lo contrario a esas necesidades. El núcleo duro del uribismo se halla conformado por grandes propietarios de la tierra, gran parte de ella adquirida de manera dudosa, y que no la usan productivamente, si no como activo de especulación, y por eso no quiere la reforma rural. El uribismo representa, además, a los grandes propietarios, empresas extractivas y al sector financiero, y por eso se opone a impuestos progresivos que financien los gastos sociales del Estado y la inversión necesaria para la transformación industrial del país. El uribismo representa, por último, a estamentos extractivos ilegales, especialmente sectores aliados al narcotráfico (caso Ñeñe Hernández, entre otros), y por eso se opone a la paz… por eso y porque teme el escrutinio sobre las formas ilegales en que se ha concentrado la tierra. El uribismo representa y condensa, en suma, un modelo económico y social de espaldas al país y a la juventud, y es por eso que la juventud, principal enemiga del uribismo, lo derrotará políticamente, como ya lo viene haciendo, y eso será inevitable.
Pero por eso mismo, porque el uribismo agoniza, asistimos al espectáculo tragicómico de su intento por establecer una dictadura de facto en Colombia. Las señales son claras: el congreso ha sido cerrado de hecho; se ha acaparado el poder de las tres ramas del Estado, con la fiscalía, la procuraduría, la contraloría y ahora las altas cortes en manos del uribismo; la prensa ha sido sometida por activa y pasiva, a través de los señalamientos y perfilamientos, en un caso, y mediante la compra de publicidad, por el otro; las fuerzas armadas, disciplinadas, vigiladas y perseguidas en sus voces inconformes, atacan intermitentemente a la propia población… En definitiva, todas las formas del poder económico y jurídico-político-militar se concentran, y tanto más cuanto la economía se rompe y el país se desangra por los asesinatos de líderes sociales, por la pandemia de la Covid-19 y por los desastres “naturales” (San Andrés y Providencia).
Así pues, el uribismo transita y nos quiere llevar por un camino de dictadura disfrazada, esa que mantiene las apariencias, pero refuerza los mecanismos de control, esa que Octavio Paz denominaba “la dictadura perfecta” para referirse a su propio país y, casualmente, también al nuestro. Pero no lo va a conseguir, porque sus ideas pertenecen a una época ya superada, y porque sus intereses son diametralmente opuestos a los de la población en general y a los de la juventud en particular. ¿Por quién doblan las campanas? No por ti, sino por ellos.